Meditación y escritura
Francisco Rodríguez
Escondida tras el velo del quehacer cotidiano, tras el ruido incesante de nuestros pensamientos, hay una vida interior en nosotros, sosegada y lúcida, en la que el aquí y el ahora se manifiestan con transparente plenitud.
El anhelo de esa vivencia es inherente al ser humano, por eso la meditación, la práctica que la hace posible, nos ha acompañado desde milenios. De Oriente nos han llegado la mayoría de las enseñanzas de aquellos maestros que más atención han puesto en el desarrollo conceptual y práctico de la meditación. En nuestro entorno, más allá de la tradición mística, la ciencia no ha hecho más que resaltar los beneficios de la meditación, tanto en nuestras capacidades intelectuales como en la salud física y emocional.
Con la escritura sucede algo parecido. Cuando escribimos ejercitamos la atención, los pensamientos reducen su improductiva velocidad y logramos fijar ideas e historias con más facilidad sobre el papel. Historias que venimos contando desde la infancia de nuestra especie. Porque somos contadores de historias. Nuestro cerebro da sentido al mundo a través del relato de la vida, por eso nos sentimos aún fascinados cuando oímos o leemos una historia, tal y como lo hacían nuestros ancestros alrededor de una hoguera hace miles y miles de años.
Resulta fascinante que dos disciplinas en apariencia tan diferentes no solo compartan efectos, sino que se favorezcan mutuamente. La meditación facilita a las personas la plasmación de ideas y emociones en un texto original, con una voz más personal y consciente. Por otra parte, la escritura nos abre las puertas a nuestro mundo interior, nos ayuda a explorar nuestras vivencias y a expresarnos emocionalmente.
Esta ida y venida, este balanceo armónico entre escritura y meditación, nos recuerda a la respiración, sinónimo de vida. No es extraño que al detenernos para escucharla, cuando purgamos de la mente el murmullo vertiginoso que nos inunda, apreciemos que es aquí donde, ahora cuando, estamos vivos.
